La gran mentira de lo necesario: cuando la comodidad se construye con sufrimiento

No he visto el documental Infiltrada en el búnker. No pienso verlo. No necesito una cámara oculta que me muestre a un conejo temblando para saber que no quiero que su dolor esté en mi yogur, en mi detergente o en ese perfume que promete frescura 48 horas.

Soy la primera culpable. Nunca pienso en los animales que se torturan para que podamos tener ambientadores con olor a pino, colorante naranja para las patatas de bolsa o cremas rejuvenecedoras que eliminan en solo siete días esos símbolos del envejecimiento, mujer. Asociaba los experimentos con grandes farmacéuticas que si bien todos sabemos que son Satán, al menos contribuyen – teóricamente- a un bien mayor: vacunas, fármacos que salvan vidas humanas.

Y sí, no soy perfecta, soy una puñetera hipócrita: no renuncio a los asados ni a mi bocadillo «vegetal» de pollo. Pero aún así pienso que lo más cruel de la situación no es mi incoherencia personal, sino que hayamos construido un sistema entero sobre la base del sufrimiento, la desconexión emocional y la mentira de que todo esto es inevitable. Cuanto más entiendo las implicaciones de lo que damos por sentado, más se me afila la rabia.

Todo esto para nada

En laboratorios como Vivotecnia, miles de animales han sido utilizados para ensayos de toxicidad de:

  • Productos químicos industriales
  • Cosméticos
  • Aditivos alimentarios

¿Y cuál es la justificación? Que hay que asegurarse de que no nos irrite la piel, o de que ese nuevo colorante alimentario no dañe el ADN. A veces incluso se trata de validar sustancias que ya existen, pero que se van a usar en un nuevo formato. Todo muy riguroso, claro. Muy legal. Muy inútil.

Porque seamos serios: no necesitamos nada de eso.

No necesitamos cosméticos testados con sufrimiento para vernos bien. No necesitamos suavizantes con aroma a «amanecer alpino» si el precio es una rata retorciéndose de dolor. No necesitamos yogures que aguanten 10 días más en la nevera a cambio de usar un aditivo cuya toxicidad se midió abriendo en canal a un cerdo.

Lo innecesario como sistema

Nos hemos dejado convencer de que todo eso es normal. Que forma parte del progreso. Que conservar un alimento dos días más o maquillarse con «efecto seda» equivale a calidad de vida.

Pero eso no es calidad. Es mercado. Es marketing disfrazado de necesidad. Es sistema económico convertido en moral de consumo.

Y para mantener esa rueda girando, se matan millones de animales al año. Muchos de ellos en Europa. Muchos de ellos sin anestesia. Sin pausa. Sin otro fin que testear la comodidad humana.

La crueldad no es inevitable

Hay alternativas. Modelos computacionales. Cultivos celulares. Chips con órganos simulados. Métodos éticos que, curiosamente, reciben menos financiación que los que siguen usando jaulas.

Y no, no hace falta volverse monje ni vivir sin jabón. Solo hace falta mirar de frente la contradicción:

¿Cuánto vale realmente ese brillo extra del pelo si ha costado una vida en silencio?

No se trata de salvar el mundo

Se trata de dejar de aplaudir su destrucción. De hablar claro. De no comulgar con la mentira de lo necesario. Y de entender que a veces, el mejor acto político es dejar de comprar.

Porque ningún suavizante vale el sufrimiento de un ser vivo. Porque ninguna arruga borrada compensa una tortura escondida. Y porque la verdadera limpieza empieza cuando dejamos de ensuciar con sangre las cosas más tontas de nuestra vida diaria.

Esto no va de moralismo. Va de justicia mínima. Y también de salud mental. Porque todo esto que llamamos consumo moderno —este exceso disfrazado de necesidad— es parte del agotamiento estructural que sufrimos. Nos prometen bienestar en forma de envase reciclable, olor a spa y resultados visibles en 7 días, pero lo que nos queda es ansiedad, fatiga crónica y la culpa flotante de saber que algo no encaja.

Byung-Chul Han lo explica sin rodeos: vivimos en la sociedad del cansancio. Una en la que la explotación ya no viene del otro, sino de uno mismo. Nos exprimimos para permitirnos consumir, y luego consumimos para anestesiar el agotamiento. En esa rueda, el maltrato —al cuerpo propio, a los animales, al planeta— queda borrado bajo la promesa de rendimiento y apariencia.

Ver (o no ver) un documental como Infiltrada en el búnker no es un acto menor. Es un espejo. Uno que nos muestra que la violencia no siempre lleva uniforme: a veces lleva etiqueta ecológica. Y que parte del colapso que sentimos como individuos quizá venga de seguir sosteniendo un sistema que solo se mantiene si otros, incluidos los más vulnerables, son sacrificados por nuestro confort innecesario.

Así que sí, puedes apagar la tele. Puedes no ver las imágenes. Pero que eso no apague tu criterio. No estamos cansadas porque nos falte suavizante. Estamos cansadas porque llevamos demasiado tiempo fingiendo que lo necesitamos todo.

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