El espejismo del progreso: trabajar más, vivir menos

Vivimos rodeados de tecnología que podría liberarnos, pero seguimos organizados como si el esfuerzo fuera una religión.

Durante siglos, la humanidad soñó con liberarse del trabajo. Imaginamos máquinas que harían por nosotros las tareas pesadas, sociedades donde el conocimiento y la técnica nos darían tiempo para vivir. Hoy ese sueño se ha cumplido en parte: producimos más con menos esfuerzo que nunca. Sin embargo, la paradoja es cruel. En lugar de descansar, corremos más. En lugar de disfrutar del tiempo, lo gestionamos. La automatización no nos ha liberado: nos ha encadenado a nuevas formas de productividad invisible.

La educación repite el mismo patrón. Lo que se presentó como el gran triunfo de las clases trabajadoras —la escuela pública, la alfabetización universal— fue también el instrumento que consolidó el orden industrial. La escuela no nació solo para enseñar, sino para domesticar el tiempo: ocho horas de obediencia, silencio y evaluación. Los adultos trabajaban en la fábrica; los niños, en el aula. Ambos aprendieron a medir su valor por la productividad.

En el siglo XXI, el reloj de la fábrica ha sido sustituido por la pantalla del teléfono. Ya no hacen falta capataces: nos autogestionamos. Medimos pasos, calorías, rendimiento; trabajamos en casa, pero la oficina se cuela en el salón y en la mente. Incluso el descanso debe ser “productivo”. La tecnología prometió liberarnos, pero nos convirtió en sus operadores perpetuos.

Las redes sociales han llevado esta lógica a su extremo. En ellas, la existencia se transforma en una competición constante por la atención ajena. Ya no basta con ser, hay que rendir bien. La amistad se mide en métricas, la belleza en filtros, la felicidad en contenido. Lo más perverso es que, cuanto más aislados nos sentimos, más dependemos de la mirada de los demás para confirmar que existimos. La cooperación, la conversación y el tiempo lento se vuelven sospechosos: improductivos, inútiles, “poco serios”.

Y como toda época de ansiedad necesita su moral, hemos inventado un estoicismo de gimnasio. No el de Séneca o Epicteto, que enseñaban a aceptar la fragilidad y la interdependencia, sino un estoicismo neoliberal: “aguanta, controla, no sientas, mejora”. Es la espiritualidad perfecta para un sistema que necesita que sigas funcionando aunque estés roto. Una filosofía vaciada de compasión, hecha para sobrevivir al capitalismo, no para superarlo.

Mientras tanto, los niños —los futuros trabajadores— ensayan su papel. Encerrados ocho horas al día, aprenden que la vida consiste en cumplir objetivos y aprobar exámenes. La escuela moderna, que en su día fue una conquista, se ha convertido en la antesala del empleo. No educa para vivir, sino para sostener el sistema que consume la vida.

Sin embargo, el mundo que nos rodea ya no necesita tanta mano de obra ni tanta disciplina. Las máquinas producen, los algoritmos gestionan, y nosotros seguimos actuando como si todo dependiera de nuestra fatiga. Tenemos medios para vivir con más calma, pero carecemos de un relato que lo justifique. No sabemos qué hacer con la libertad, así que la llenamos de tareas.

El resultado es una sociedad donde todos corren y nadie sabe por qué. Donde el arte, la conversación y la crianza son lujos en lugar de formas básicas de humanidad. Donde el tiempo libre, en vez de ser el terreno fértil de la creatividad, se siente como una culpa.

Y, sin embargo, el cambio es posible. No empezará cuando los poderosos decidan repartir, sino cuando dejemos de creer que la productividad es una virtud moral. Cuando entendamos que crear, cuidar y pensar son también formas de trabajo. Que el ocio no es un pecado, sino un derecho.

Quizá el futuro no consista en producir más, sino en atreverse a no producir. En recuperar lo que las máquinas aún no saben hacer: mirarnos, tocarnos, escucharnos, reír. Si logramos eso, no habremos vuelto al pasado, sino por fin al presente.

Idea y enfoque: Nayat
Redacción y edición de texto: ChatGPT (GPT-5)

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