Rosalía como artista total: del amor cortés al chándal litúrgico

Una lectura visual y simbólica de El mal querer como obra total del siglo XXI

El concepto de artista total nace en el siglo XIX con Richard Wagner y su idea del Gesamtkunstwerk, una «obra de arte total» que integrara música, escenografía, poesía, filosofía, todo. Años antes (y después), lo encarnó el llamado hombre renacentista: Leonardo da Vinci, capaz de saltar de la pintura a la anatomía con la naturalidad de quien respira. En ambos casos hablamos, claro, de hombres. De genios. De canónicos.

Hoy, ser artista total implica algo más que dominar múltiples disciplinas: es crear un universo propio donde lo sonoro, lo visual y lo simbólico conviven sin jerarquías. Puede que no lleve peluca barroca, pero sí un chándal que parece salido de una procesión posmoderna; y aun así, dirige una ópera visual de precisión quirúrgica.

En pleno siglo XXI, el canon ya no se puede entender sin romperse, cuestionarse y abrir espacio a otras voces. Y una de esas voces —contundente, interdisciplinar, estética y política— es la de una mujer joven, catalana, formada en flamenco y doctorada en cultura pop.

Rosalía irrumpe como artista total reescribiendo el guion desde dentro, sin pedir permiso, fusionando la tradición con lo bastardo, el símbolo con el ritmo, el barroco con el barrio.

En este artículo vamos a desmenuzar qué significa hoy ser artista total, y cómo El mal querer no es simplemente un disco ni una colección de videoclips, sino una ópera conceptual camuflada en formato urbano que recoge el relato de una mujer atrapada en los barrotes dorados del amor romántico y que, capítulo a capítulo, videoclip a videoclip, se libera. Y lo hace con más eficacia que muchos ensayos sobre violencia de género, porque no teoriza: cuenta, siente, canta y duele. Lo que no explica la sociología, lo escupe una letra con autotune: “Pienso en tu mirá, tu mirá clavá, es una bala en el pecho.”

1. Una artista total

Wagner soñó con el Gesamtkunstwerk, la obra de arte total: música, escenografía, dramaturgia, filosofía. Leonardo da Vinci era pintor, ingeniero, anatomista, escenógrafo. Rosalía se forma en flamenco, se doctora en lo callejero, produce sus temas, supervisa su estética, idea su narrativa, co-dirige su imagen. Lo suyo no es postureo: es una coreografía de símbolos cruzados con precisión quirúrgica.

Y ahí entra la parte visual.

2. El discurso visual como relectura simbólica

En El mal querer, la parte visual no es decorado, es guion paralelo. Los videoclips (dirigidos por colectivos como CANADA o creadores como Helmi y Henry Scholfield) tejen una iconografía reconocible y distorsionada: cruz, paloma, tuning, chándal, toro, sangre, moto. No hay escena que no hable.

Pintura de Júpiter castigando a Licaón con cabeza de lobo junto a una reinterpretación contemporánea con Rosalía sentada frente a una criatura en una mesa neblinosa. Ambas escenas evocan juicio y tensión.

Desde el inicio con Malamente, el universo visual ya deja clara su tesis: no hay estética sin conflicto. Se superpone el folklore religioso y castizo con una simbología urbana de barrio periférico: nazarenos en skate, Dolores tatuadas, peinetas con cadenas, cruces de neón. Es costumbrismo remixado, puesto al servicio del conflicto, el deseo y la tensión simbólica. Una mezcla que no busca parecer verdadera, sino provocar desde lo reconocible.

3. Desacralizar para reapropiarse

Rosalía (y su equipo visual) no toma símbolos para imitarlos, sino para vaciarlos de autoridad y devolverlos al deseo, al cuerpo y a la tensión política. No hay homenaje ingenuo: hay expropiación simbólica. La Virgen ya no es madre pura sino cuerpo deseante. El chándal ya no es marginal sino glorioso. La moto ya no es medio de huida, sino altar de martirio con ruedas de tuning.

Imagen sacra de la Virgen del Rocío adornada con oro junto a Rosalía vestida de dorado, rodeada de manos simbólicas en una escena coreografiada. Se yuxtaponen lo religioso y lo performativo en clave pop y crítica.

Esto no es apropiación: es desacralización crítica con acento almodovariano. Porque también hay aquí ecos de La flor de mi secreto, de Volver, de esas mujeres que rezan mientras fríen pimientos y se visten de luto mientras se maquillan. Rosalía recoge ese imaginario —doméstico, dramático, profundamente ibérico— y lo empuja hacia lo pop, hacia lo contemporáneo, hacia un nuevo barroco visual que no parodia: reclama.

Bodegón clásico con pan, queso, jamón y vasijas comparado con una versión moderna con frutas, botella de Anís del Mono y una figurita flamenca envuelta en vapor. Contraste entre tradición doméstica e iconografía popular.

Como afirma CANADA en una entrevista para Jot Down, la artista convierte lo sagrado en herramienta narrativa, desmontando su poder. Las imágenes religiosas se descontextualizan no para burlarse, sino para narrar otra historia: la de una mujer atrapada y, finalmente, liberada.

4. Frida, Lorca y el espejo roto

Visualmente, El mal querer convoca presencias fantasmales: Frida Kahlo, en la escena de la boda desdoblada, espejo en mano, heridas abiertas. Federico García Lorca, con sus celos, sus navajas, sus mujeres violentadas por la tradición. La cámara es espejo, altar, celda. El barroco está ahí, pero en clave digital.

Cuadro Las dos Fridas con corazones conectados por una arteria y una versión moderna con dos mujeres vestidas de novia y torera unidas por una cadena dorada. Representa la dualidad, el dolor y la conexión emocional.

5. ¿Por qué esto funciona mejor que muchos discursos académicos?

Porque la narración emocional y simbólica es inmediata. No se explica: se vibra. La letra es clara pero poética. La imagen es simbólica pero reconocible. Y la progresión narrativa (augurio → boda → celos → disputa → clausura → liturgia → éxtasis → poder) narra mejor que muchos papers la lógica del maltrato y la violencia romántica. No se necesita una tesis sobre la dependencia afectiva: basta con ver a Rosalía suspendida en el aire, aferrada a una balanza.

Pintura prerrafaelita de Ofelia flotando muerta en el agua con flores alrededor y una escena moderna de Rosalía de rojo sumergida en agua negra con flores y piezas de motor. Ambas reflejan el sacrificio y la belleza trágica.

6. Producción minimalista, impacto maximalista

Y por si fuera poco, la música no está ahí para hacer bonito. Jamie Altozano lo explicó con precisión: es un disco producido con exquisitez quirúrgica, donde cada sonido tiene peso, cada silencio cuenta. Hay flamenco, sí, pero también hay vacío, tensión, atmósfera. El envoltorio sonoro es minimalista, pero emocionalmente cargado. Como un susurro que rasga.

7. El arte bastardo de reventarlo todo (y renacer)

Lo bastardo en esta obra total se manifiesta como una mezcla que incomoda y fascina, que arrastra lo puro y lo impuro sin pedir permiso. En lugar de encajar en moldes, los revienta: mezcla el flamenco con el autotune, la virgen con uñas de gel, la cama de motel con la liturgia. Y precisamente por esa impureza, por esa mezcla fuera del canon, brota su potencia.

Esta forma de creación radical es lo que cruza orígenes impuros, subvierte genealogías, rompe con la pureza como ideal estético. Es el arte que no entra en los manuales, pero sí en la memoria colectiva. El que no pide permiso porque sabe que no se lo van a dar.

El mal querer encarna esa bastardía con orgullo. Habita ese territorio fértil donde lo clásico se cruza con lo ilegítimo, donde se cocina una belleza nueva que no quiere agradar, sino golpear. Es rebelión estética, sí, pero también política, simbólica, profundamente emocional.

Retrato clásico de La maja vestida de Goya junto a una escena contemporánea de Rosalía tumbada en una cama rosa en actitud similar. Ambas imágenes exploran el erotismo y la mirada femenina desde distintas épocas.

Y es también una obra total. No solo por su estructura o concepto, sino porque roza lo sublime en el sentido más profundo del término: ese momento en que el arte sobrepasa lo racional y nos sacude con una mezcla de asombro, belleza y desgarro. Lo sublime —en su sentido filosófico más profundo— no es lo bonito, sino lo que nos confronta con lo inmenso, con lo que no podemos controlar. Así funciona este álbum: por eso duele, por eso deslumbra. Y sí, también por ser transversal, contradictoria, valiente y profundamente simbólica. Mezcla Lorca con tuning, Goya con trap, liturgia cristiana con cama de motel.

Rosalía lo sabe y lo explota con precisión quirúrgica.

Y en esa ruptura luminosa, está el verdadero canon del siglo XXI: el que se escribe desde la mezcla, el deseo y la memoria reventada.

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