James Baldwin y la liberación del sujeto: cuando pensar duele… pero libera

Introducción (o: cómo pensar el mundo sin volverse piedra)

James Baldwin no escribía para que te sintieras cómodo. Lo suyo era prenderle fuego a las certezas y dejarte en medio del humo con una pregunta: ¿Y ahora qué hago con todo esto? Escritor, activista, filósofo del amor y del caos, Baldwin dedicó su vida a mirar de frente las heridas del mundo (y del alma). En sus textos —ensayos, novelas y hasta entrevistas explosivas— disecciona conceptos como la identidad, la opresión, el amor, el arte, y esa obsesión humana con pertenecer a algo, aunque sea a un desastre.

Este texto se basa en el artículo de Mikko Tuhkanen (que sí, suena a personaje de Star Wars, pero dice cosas muy interesantes) y explora cómo Baldwin pensaba la “liberación” como un proceso incómodo, ambiguo, pero profundamente transformador. Spoiler: la liberación no es un momento glorioso, sino un acto diario de desmontarse a una misma y tratar de no hacerse trampa por el camino.

El problema no es estar atados… es a qué

Richard Wright, mentor y luego enemigo intelectual de Baldwin, decía que la única forma de resistir al fascismo era atar a las comunidades rotas por el colonialismo y el racismo. Suena bien, ¿no? Pero Baldwin, siempre más punk que su profe, responde: ojo, no toda atadura es buena. Porque si te atan con odio, exclusión o miedo, no estás en comunidad, estás en una jaula con decoración.

Y aquí es donde empieza la magia baldwiniana: lo importante no es solo estar unidos, sino cómo y para qué. Las falsas pertenencias —esas que te hacen sentir parte a cambio de odiar a otros— son terreno fértil para el totalitarismo. Así que más vale pensar dos veces antes de decir “nosotros” con demasiada alegría.

¿Qué es la «liberación» para Baldwin? (Spoiler: no es un spa emocional)

La liberación, para Baldwin, no es esa escena final de película donde el protagonista rompe cadenas y corre hacia el atardecer. Nope. Es un proceso crudo, constante, en el que dejamos atrás las categorías que nos inmovilizan: hombre/mujer, víctima/verdugo, blanco/negro, opresor/oprimido… Esas etiquetas no solo no nos representan, sino que nos obligan a encajar en una narrativa ajena.

Y aquí viene la bomba: Baldwin dice que incluso el oprimido puede quedar atrapado si solo quiere invertir los roles. El juego sigue siendo el mismo, solo que ahora cambias de sitio en la mesa. Para romper de verdad, hay que dejar de jugar.

El amor, el sexo y la muerte: la Santísima Trinidad baldwiniana

Para Baldwin, el amor no es solo mariposas en el estómago: es dinamita para las estructuras sociales. El sexo tampoco es solo sexo, y la muerte, bueno… tampoco es solo el final. Son fuerzas que nos quiebran, nos exponen, nos cambian.

El amor nos obliga a quitarnos las máscaras, a mostrar nuestras heridas, a dejar de fingir que todo está bajo control. El sexo, si se vive con honestidad, puede ser un acto revolucionario de desarme emocional. Y la muerte —si la dejamos entrar en la conversación— nos recuerda que todo esto es finito, así que mejor vivir sin tanta pose.

Baldwin lo explica en clave de Eros y Thanatos, pero tú y yo lo entendemos como ese cóctel emocional que nos sacude y nos da vida, aunque duela. Porque crecer duele. Pero no crecer, ah, eso mata en vida.

El fascismo como club social (con cuota de odio incluida)

En The Fire Next Time, Baldwin hace una lectura que sigue doliendo: el totalitarismo atrae porque promete pertenencia. Ser parte de algo —lo que sea— es tentador cuando te sientes solo, aislado o insignificante. Y ahí está la trampa: cuando no encuentras comunidad basada en el amor, te venden una basada en el miedo.

¿La solución? Para Baldwin no se trata de buscar nuevas ataduras con lazos más bonitos, sino de formar comunidades donde la transformación esté permitida. Donde ser contradictoria no sea un pecado y cambiar de opinión no se vea como una traición.

El arte como campo de batalla (y de juego)

Baldwin veía el arte como un espacio donde podemos practicar la libertad. Escribir, pintar, crear… todo eso puede servir para inventarse fuera de las estructuras que nos encasillan. Pero cuidado: el arte también puede convertirse en una cárcel si se vuelve fórmula, si se repite hasta convertirse en cliché.

Por eso Baldwin aboga por un arte que incomode, que fluya, que no dé respuestas sino que plantee preguntas incómodas. Porque el arte, como la vida, tiene que estar siempre en movimiento.

Opinión personal

Leer a Baldwin es como tener una conversación con alguien que te mira a los ojos y te dice: ¿Estás segura de lo que crees? ¿Y si todo eso que piensas de ti misma es una construcción que ya no necesitas?

Este artículo de Mikko Tuhkanen me recordó por qué Baldwin sigue siendo tan relevante. Nos desafía a no aferrarnos a las identidades fijas, a amar con todo (aunque duela) y a no tragarnos las falsas promesas de unidad cuando vienen empaquetadas en odio. En un mundo que te pide definiciones constantes, Baldwin responde con una bomba: la única salvación está en reinventarse continuamente.

Y sí, eso cansa. Pero también libera.


Fuente original: Tuhkanen, Mikko. «Unbinding the Subject: James Baldwin on the Evil That Is in the World.» Twentieth Century Literature, vol. 70, no. 1, Mar. 2024, pp. 25+.

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