Leer a Mr. Stanley Weyman es, quizás, una empresa tan segura como pueda serlo cualquier aventura de este tipo. Desde el principio, el lector está seguro de estar en buenas manos, y la confianza en el autor es tan ventajosa para un lector de novelas como lo es la confianza en su médico para un enfermo. Sin embargo, al destacar sus cualidades sólidas y sobrias, como el cuidado, la minuciosidad y la destreza técnica, no debemos olvidar que se requieren virtudes más raras para producir los resultados que él ha logrado.
Un libro como Chippinge (Smith, Elder, 6s.), por ejemplo, tiene un brillo constante que lo hace, como se dice comúnmente, difícil de dejar sin terminar. La historia transporta al lector como si pudiera verla representada en escena. Mr. Weyman sitúa a sus personajes en el año de la Ley de Reforma, y el interés de la historia queda dividido en dos partes por esta medida; la dama y su padre están en un lado, mientras que el caballero y sus principios están en el otro. Esta no es, en absoluto, una de esas situaciones convenientes que un novelista usa para sus propios fines y luego descarta cuando ha terminado con ella.
El conflicto entre los dos partidos en Westminster, en Chippinge y en Bristol constituye la verdadera columna vertebral del libro. De hecho, el peligro es que uno pueda leerlo más como historia que como ficción. Creemos que Mr. Weyman se sintió atraído por este tema porque percibió en él un drama de gran envergadura, en el que estaban en juego los intereses más profundos de su país. Sin embargo, pareció olvidar que el propósito de un novelista exige hombres y mujeres individuales que se enamoren, enfrenten sus dragones y vivan felices para siempre. Los dragones, en este contexto, solo sirven para desarrollar sus virtudes y exhibir sus personalidades. Pero cuando el «dragón» es la Ley de Reforma, los amantes corren el terrible riesgo de ser aniquilados, y este es el fallo que encontramos en la obra de Mr. Weyman.
Lo seguimos tan de cerca en la Cámara de los Comunes, en los mítines y entre los alborotadores; estamos tan ávidos por escuchar lo que tienen que decir Lord Brougham y Sir Charles Wetherell, que realmente no nos queda tiempo para pensar en los asuntos amorosos de Arthur Vaughan y Mary Vermuyden. Sus destinos privados se ven sacudidos por los desastres públicos, los cuales, a su vez, los desatan armoniosamente al final. Sin embargo, el verdadero interés del libro no radica en este aspecto. Es como una imagen de una multitud, donde la acción de brazos y piernas individuales se funde en el conjunto. La impresión de agitación y tumulto en un amplio espacio está tan bien transmitida que el lector tiene poco motivo para quejarse. Las novelas que arrastran al lector con tanta fuerza como Chippinge no son tan comunes como para que uno se queje de los medios que emplean para lograrlo.
VIERNES, 9 DE NOVIEMBRE DE 1906
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